martes, 20 de julio de 2010

Roberth McCloud y Lizzy

Hacía apenas unos minutos que se había adentrado en la mina y la oscuridad ya era total. El aire viciado, la humedad y el frío daban tal espesor a aquella negrura que Roberth McCloud podría haberla cortado con la navaja que llevaba en el bolsillo de la camisa. Cada vez percibía con más claridad los gritos de la oveja, aunque aún no se podía entender claramente lo que decía. Tal vez le pedía ayuda, o a lo mejor quería que fuese hasta donde ella estaba para enseñarle algo. ¿Y si no dijera nada? ¿Y si sólo fuera una oveja que se había perdido en el interior de una mina de carbón abandona?
El viejo pastor tenía cada vez más claro que se había vuelto loco. Tropezó con un saliente de la pared, lo que le hizo caer rodando por el suelo y perder por completo la orientación. Mientras se mantuvo en pie, caminando despacio con los ojos cerrados para que la oscuridad no le volviera loco, pudo seguir adelante, alentado por la seguridad que le daba saber que sólo tenía que deshacer lo andado para volver a la entrada de la mina. Pero tras la caída, cuando se levantó fue incapaz de encontrar la pared del túnel. Empezó a dar vueltas sobre sí mismo, el pánico se apoderó de él y le venció, le dejó tendido en el suelo pensando en cuánto tiempo tarda en morir un anciano en una mina abandonada. Abrió los ojos y como no podía ver nada volvió a cerrarlos. Respiró hondo para calmar los nervios. Intentó escuchar los latidos de su corazón pero sonaban demasiado lejanos. ¿Así es como se muere un hombre, viendo como el corazón sale corriendo de su cuerpo y se aleja? Mientras concentraba sus energías en obligarle a permanecer dentro de su cuerpo, Lizzy había llegado hasta donde él estaba. La oveja le susurró algo que no pudo entender y se tumbó a su lado. Roberth McCloud lloró de rabia. Lizzy no quería decirle nada. Sólo era un animal perdido que necesitaba un pastor que le guiase. Hacía tres días que Roberth McCloud y Lizzy se habían encontrado en el prado donde pastaba su rebaño. El primero en acercarse a la oveja había sido el perro del pastor. La inesperada reacción de Timmy, que salió corriendo con el rabo entre las piernas y las orejas gachas sin haberle dado siquiera tiempo a olfatearla, extrañó a Roberth McCloud. Cogió su garrota con fuerza y fue hasta donde estaba la oveja. Cuando llegó a su altura, el animal se sentó sobre sus patas traseras y le pidió al pastor que le hablara de su rebaño. Ella había perdido al suyo hacía dos años. Desde entonces había recorrido Escocia buscando un nuevo hogar, pero apenas quedaban rebaños decentes. La industrialización del país había arrastrado a la gente a las minas. Los pocos que aún se mantenían cuidando ganado lo hacían obligados, dando una mala vida a las ovejas que éstas no se merecían. Hacía tres días que le observaba. Se interesó por él cuando se dio cuenta de lo viejo que era. Los viejos eran los únicos que aún respetaban a los animales.

Roberth McCloud pensó que aquel suceso era producto de la mezcla de una ensoñación y de uno de esos momentos de soledad que a veces le llevaban a hablar con las ovejas. Se sentó al lado de Lizzy y juntos contemplaron cómo pastaba el rebaño. Roberth McCloud explicó a Lizzy que su rebaño estaba formado por veinte ovejas.

Hacía quince años que su número permanecía casi inalterable. Los nacimientos y las muertes de las ovejas se producían en un equilibro tan perfecto que eran pocos los días del año en los que el número variaba, bajando a diecinueve o subiendo hasta las veintiuna cabezas. De vez en cuando Roberth McCloud se preguntaba por qué aquel número, por qué veinte ovejas. Por supuesto que le hubiera gustado tener más, pero también le podría haber pasado que se quedara sin ninguna. Los inviernos de la última década habían sido muy duros para el ganado, y aún así no había tenido que lamentar la muerte de ningún animal a causa del frío. Además, que hiciera tanto frío también significaba un aumento de la demanda de lana. Y qué lana daban las ovejas de Roberth
McCloud. Uno de los momentos en los que el pastor disfrutaba más de su rebaño era en el día de la esquila. Cuando estaba a punto de llegar el verano, Roberth McCloud conducía a las ovejas hasta Glendow, una aldea a medio camino entre Glasgow y Edimburgo, donde se instalaba un par de semanas en casa de su único hijo. El resto del año, Roberth McCloud vivía en el campo y sólo se acercaba al pueblo para comprar ropa y comida. La lana de sus ovejas era muy apreciada. De cada animal podía sacar hasta dieciocho kilos de vellón, y sus hebras eran tan onduladas que nunca le faltaban ofertas de las fábricas de hilado que más pagaban por la lana.

En los últimos dos años Roberth McCloud no había asistido a la feria de la esquila. Fue entonces cuando murió su hijo en la mina. Después su nuera vendió la casa y se fue a vivir a Edimburgo. El pastor ya no tenía donde quedarse durante aquellas dos semanas, así que apalabraba la venta con antelación y los compradores iban a buscar la lana a su casa. Dentro de un mes comenzaba la esquila y aún no había conseguido comprador, así que tendría que ir Glendow y alojarse en una pensión.

Lizzy asintió, satisfecha con lo que le había contado. Le preguntó si podía quedarse. Roberth McCloud se encogió de hombros. Podía hacer lo que quisiera y Lizzy quería quedarse. Se mezcló con el rebaño y dejó que el pastor y el perro le guiaran a través del prado hasta el corral de la casa.

Al día siguiente, todas las ovejas de Roberth McCloud, excepto Lizzy, amanecieron muertas y el pastor dio por hecho que ella las había matado. Timmy había desparecido. El viejo entró dentro de la casa y salió con la escopeta de caza. Descargó todos los cartuchos de pólvora que tenía sobre Lizzy, pero ni siquiera le hizo un rasguño. La oveja salió del corral y se adentró en el bosque que separaba el pueblo del inmenso prado donde pastaban las ovejas de Roberth McCloud. El pastor siguió a Lizzy. Cuando llegaron a la entrada de la mina abandonada donde trabajó durante años su hijo, la oveja se detuvo y le dijo a Roberth McCloud que tenían que entrar. El pastor asintió y siguió a la oveja. Sabía que iban a buscar a su hijo. Su cuerpo aún seguía atrapado entre los escombros de uno de los túneles, junto a los de otros veinte compañeros. Las dimensiones del derrumbe habían sido tan grandes que la empresa que explotaba la mina decidió abandonarla.

Cuando la oscuridad se cernió sobre él, primero perdió el rastro de Lizzy y después cualquier motivo para seguir viviendo más allá de aquellos túneles. Roberth McCloud murió en el momento en el que dejó de percibir el último rastro de calor del cuerpo de la oveja, y Lizzy volvió junto a las ovejas que habían quedado huérfanas.

Por Vanessa Rodríguez Casarrubios para "El ataque de los hombres del espacio"